Un mañana muy “líquido”

Imagina una caverna, en la que apenas entra la luz del sol. En ella, hay una pared en medio que separa la entrada a la caverna y su final. En esa pared de en medio, hay hombres y mujeres, atados de pies y manos, obligados, siempre, a mirar hacia la pared del final. En ella, se reflejan unas sombras. Esas sombras son proyectadas mediante un fuego, que está entre la entrada a la caverna y la pared del medio (por encima de esta). Las sombras pertenecen a unas figuras, como si fueran títeres de teatro, manejadas recreando la verdad. Es decir, los “esclavos” solo pueden mirar hacia la pared del final, sobre la cual se reflejan las sombras de objetos que representan a las cosas reales.

Imagina, ahora, que un “esclavo” es capaz de soltarse de sus ataduras. Recorre la cueva detenidamente, hasta que se topa con la salida. Antes de salir de la caverna, ha podido ver las figuras y el fuego. Más tarde, se apea de la cueva y observa lo que le rodea: el campo, los animales, los árboles, el cielo y el sol.

Después de descubrir la verdadera realidad, el esclavo decide volver dentro de la caverna, pues quiere compartir, con sus compañeros y amigos, lo que ha descubierto. Sin embargo, la reacción no es la que él esperaba: primero se burlan de lo que les cuenta y, cuando intenta liberarlos, ellos acaban por matarle.

Este pequeño resumen del célebre Mito de la Caverna escrito hace más de 25 siglos, sigue vigente hoy en día; esto es nos sigue siendo útil para pensar nuestra realidad, tan diferente a la de Atenas de Platón.

Es evidente la referencia que hace Platón a su maestro, Sócrates, pues, el que ha conocido la verdad, acaba condenado a muerte. Sin embargo, tratemos ahora de idear otro final. Imaginemos que hay ciertos esclavos que creen a su compañero; le escuchan y le permiten liberarlos. Por lo pronto, esos pocos acaban saliendo de la caverna.

Supongamos, entonces, que lo más lógico es que la primera reacción sea de asombro. Esos esclavos que han sido liberados se sorprenden ante la auténtica realidad, ante los verdaderos animales, ante las plantas reales; ante una puesta de sol de verdad. Sin embargo, esta actitud no duraría eternamente. ¿Qué pasaría entonces? ¿Se quedarían viviendo lo que Aristóteles denominó “vida contemplativa”? No parece lo más probable.

Supongo que, al final, ese pequeño grupo acabaría aprovechándose de su situación y, por tanto, ganando dinero a merced de lo descubierto. Por ejemplo, es posible que bajaran de nuevo a la caverna y, sin soltar al resto de esclavos, intentarían hacerles creer que son libres. ¿Cómo? Primero, tal vez, con relatos. Les contarían historias sobre la realidad. Más tarde, quizá a uno se le ocurriría dibujar y plasmar en las paredes el exterior; sin embargo, al requerir mayor esfuerzo, esto sería más valioso. A posteriori vendrían, por ejemplo, las fotografías… ¡o los propios vídeos! Esto último se reservaría únicamente a los esclavos que más estén dispuestos a ofrecer en un primer momento; después, abaratando costes y sustituyendo el fuego y las sombras por proyecciones, llegarían a estar al alcance de todos.

Esta versión 2.0 que hemos imaginado del Mito de la Caverna es posible; sin embargo, lejos de eso, entendemos que ya ha ocurrido. Y que seguirá ocurriendo. En pleno siglo XXI, las pantallas se han convertido en nuestra primera realidad; ante ellas transcurrimos la mayor parte de nuestro tiempo. El alcance de la tecnología no permite pensar nada halagüeño sobre el futuro, puesto que parece que nos encaminamos a un momento en el que lo digital sustituirá por completo la realidad. Los animales, las plantas, incluso las puestas de sol serán (y, digamos, son) reemplazadas por realidad virtual.

Por otro lado, además de apartar el contacto de la realidad por las siglas tecnológicas, hay un elemento más que debemos considerar. Nuestros hogares, repletos y colmados de aparatos de últimos modelos e interconectados al máximo, son un fiel paralelismo de la caverna platónica por otro motivo: distinguir la verdad de la mentira está empezando a ser un gran desafío. A estas alturas, todos tenemos en mente la regularidad de las fake news que, generalmente, involucran a personalidades de la política. No obstante, ¿por qué no pensar que, dentro de cien años, cuando no quede una sola persona que no haya conocido lo digital, la falsedad sea todavía más sencilla?

Estamos en la época de la «posverdad». Esto quiere decir que los hechos objetivos han perdido peso, en favor de la apelación a las emociones y a los sentimientos, en lo que se refiere a la formación de la opinión. Lo que, por otra parte, puede suponer un grave problema. Nuestro conocimiento sobre la realidad que nos rodea no es algo totalmente objetivo. Somos seres humanos, somos seres sintientes y emocionales, y esta es una dimensión fundamental en cada persona. No es algo negativo, pues, gracias a ello, no somos meros ordenadores. No somos seres con dos dimensiones completamente separadas, sino dos aspectos que se entremezclan, se combinan y se coordinan: pensamos sintiendo; sentimos pensando. Es importante recordar inequívocamente nuestras facetas.

El futuro es complicado, y la pandemia mundial en la que nos estamos viendo inmersos/as lo ha puesto de manifiesto. Es muy difícil imaginar cómo seremos en unos 20, 30, 50 o 100 años. Las nuevas tecnologías no paran de abrir nuevos campos de posibilidad de desarrollo, hace que las especulaciones sean completamente nuevas. Cuando vemos películas o series, se imaginaban nuestra época con coches voladores, pero pocas veces aparecen dispositivos similares a los teléfonos móviles. A nivel político, no parece que vaya a cambiar demasiado; este tipo de progresos (o retrocesos) suelen ser paulatinos, realizados poco a poco, a no ser que aparezca un conflicto bélico. Pero, ¿y a nivel moral? Este ámbito es mucho más complicado. Si pudiésemos dividir el mundo como san Agustín o como Carl Schmitt con sus conceptos de amigo-enemigo… Pero, una vez más, el ser humano nos sorprende con su volatilidad. Si hay algo que tenemos claro es la necesidad de una educación filosófica, pero esta disciplina está, una vez más, maltratada por las instituciones

Por lo tanto, nos encontramos ante una situación muy dispar. Hemos encontrado muchísimas actitudes muy diversas ante esta situación. Nos hemos topado con ciertas personas que increpaban a otras sin detenerse a entender el motivo de su necesidad (justificada) de pasear, pero también hemos visto a hombres y mujeres que han prestado toda su ayuda para dar alimento a los que no podían obtenerlo.

Sin embargo, sí ha habido un aspecto que nos parece fundamental, y que poco o nada se ha hablado de ello. Durante los meses de confinamiento, las familias han seguido abasteciéndose, han seguido comprando en el supermercado, han seguido gastando dinero. No obstante, ha habido (o va a haber) un desplome de la economía que, según los expertos, va a provocar una crisis económica peor que la de hace una década. ¿A qué se debe esta crisis? ¿A que la población, en lugar de consumir, se ha limitado a abastecerse? ¿Es posible mantener un sistema económico así, apoyado única y exclusivamente en la cultura del consumo? ¿Hasta cuándo y, sobre todo, cómo? Y, ¿por qué no aparecen debates sobre esto? ¿Por qué en los medios de comunicación solo discuten sobre si este gobierno lo ha hecho mejor de lo que lo habría hecho la oposición o sobre si ha sido la peor gestión de Europa? ¿Por qué no se plantean y exponen esta pregunta que, creemos, está en el trasfondo? ¿Por qué, en definitiva, han vuelto a la caverna para vendernos sombras?

La verdad se ha convertido en el negocio de la mentira, en un tráfico de informaciones falaces, en una industria en la que el pensamiento crítico es el más perjudicado. Por ende, es pensar críticamente nuestra única alternativa; es, pues, la filosofía, nuestro hilo de Ariadna, la posibilidad de revertir esta situación. El futuro es incierto; es algo evidente. Pero tenemos claro que hay muchos aspectos por mejorar, a través de la educación/filosofía, si no queremos abocarnos, sin remedio, al fondo de la caverna, y vendiendo nuestra mirada al peor postor.

Ana Isabel López

Diego Solera

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