
«No veré la Puerta de Tannhäuser»
Fernando Conde-Pumpido Velasco
Ingeniero de Telecomunicaciones
«I’ve seen things you people wouldn’t believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion.
I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate.
All those moments will be lost in time, like tears in rain.
Time to die».
Roy Batty, «Blade Runner»
Flashback. Noviembre de 2019. Los Ángeles. Un detective desmotivado es cargado con la tarea de encontrar robots humanoides, venidos de colonias espaciales en los que eran usados como esclavos y mulos de carga. Usando toda la tecnología a su alcance, emprende su búsqueda en una megápolis llena de neones, coches voladores y hologramas en chino. Todo esto sucedió en el mundo creado por Philip K. Dick en 1968, llevado al cine en 1982 por Ridley Scott.
Otro flashback. Noviembre de 2019. Wuhan. En nuestro mundo, tres amigos entran a un restaurante, y piden sopa de murciélago. El resto es historia.
Dicho así, suena poco lustroso. De hecho, resulta desesperanzador. Si las novelas de Julio Verne hablaban de aventuras, en Los juegos del hambre se entrenan niños soldado. Si Asimov soñaba con humanos en comunión con la Tierra, los desastres ecológicos copan las listas de best-sellers.
No es que esta pérdida del asombro sea nueva: los escritores de la llamada «edad de oro» de la ciencia ficción ya advertían que los relatos de sus sucesores estaban perdiendo la inocencia y, con ella, el asombro, en pro de una supuesta «madurez». Y así, en un periodo de treinta años, comenzamos a ver normal que los géneros más vendidos sean apocalípticos, las estéticas futuristas luzcan más lúgubres, y la perspectiva de un mañana mejor, imposible.
Queda preguntarnos, como lo hacían en Tomorrowland (2015): ¿quedan, entonces, soñadores? Una frase que me impactó de mi profesor de filosofía nos da la pista para buscarlos: la filosofía precede a la cultura, y la cultura precede a la sociedad. La sociedad en que vivimos es producto del consumo de cultura posmoderna, influenciada a su vez por este pensamiento desde principios del siglo pasado. Parece, pues, que un buen sitio donde empezar a buscar soñadores es en la literatura.
Una literatura de esperanza
¿Cuántas veces durante la crisis sanitaria hemos oído a alguien decir «yo no enciendo la tele, porque solo hay malas noticias y me deprimo»? ¿Cuántas series sobre catástrofes, muertes y futuros malogrados saca Netflix al año? Entre todo esto, cuesta buscar algo diferente. Sin embargo, desde hace unos años, varios críticos literarios han identificado un nuevo subgénero: el hopepunk.
No es una etiqueta estilística, ni requiere que la historia tenga una estética particular. Es la literatura de las historias que, siendo conscientes de la gravedad del mundo que describen, trascienden de manera libre y consciente las dificultades para dar un mensaje radical de esperanza. Hay ejemplos clásicos, como El señor de los anillos de J.R.R. Tolkien, o el ciclo de Terramar de Úrsula K. Le Guin, pero muchos autores están debutando en el género, como Mary Robinette Kowal, John Scalzi y Becky Chambers (El largo viaje a un pequeño planeta iracundo,Insólita Ed., 2014). Películas como La llegada (Denis Villeneuve, 2016) o Interestelar (Christopher Nolan, 2014) también quieren mandar este mensaje: vale la pena soñar, apostar por un futuro mejor, y dejarse el aliento para conseguirlo.
Estas serán las historias que inspiren a nuestros físicos, informáticos, biólogos, matemáticos del mañana a buscar soluciones novedosas, a darlo todo en sus estudios, porque creen, es más, saben que pueden cambiar el mundo. Pero también son las historias de aquellos que arriesgarán todo por cuidar de sus amigos, que se pondrán en la línea de tiro para proteger a un inocente, o que harán manifestaciones multitudinarias para exigir derechos a inmigrantes y no nacidos.
Porque, si algo podemos sacar de la cuarentena y la crisis sanitaria, es que cuando el mundo avance, no podemos dejar a nadie atrás.
Si hay soñadores, ¿con qué sueñan?
Cuando consigamos recuperar esa capacidad de asombro, esa inocencia ante el futuro, nos pondremos manos a la obra. ¿Cuáles son los retos a los que se enfrentarán nuestros soñadores?
El más dolorosamente acuciante es, sin duda, la biología. El coronavirus ha acelerado uniformemente en todos los países la asignación de fondos para investigación en terapias contra el cóvid, pero también nos ha hecho darnos cuenta de lo vulnerables que seguimos siendo a patógenos conocidos y por conocer. También han aumentado las ayudas para la investigación contra el cáncer, que nos lastra desde hace un siglo. Las nuevas técnicas de edición genómica basadas en CRISPR han abierto la puerta a la lucha contra enfermedades genéticas, con terapias y tratamientos que antes se encontraban solo en libros de ciencia ficción. Estos soñadores leerán libros como el Ciclo de Hainish (Úrsula K. Le Guin), verán películas como Gattaca (1997), o jugarán a videojuegos como BioShock (2007).
El siguiente, pero no tan alejado en urgencia, es la ecología. En 2015, el Papa Francisco sorprendía a todo el planeta dedicando la primera encíclica enteramente suya al «cuidado de la casa común». Desde entonces, se ha renovado el interés de muchos que antes contemplaban impasibles cómo los modelos de producción y consumo actuales vaciaban las reservas naturales de minerales y vegetación, y contaminaban hábitats hasta hacerlos inhabitables. Los soñadores que se vean atraídos por esto buscarán alternativas renovables al petróleo, o inventarán nuevos usos para los deshechos tecnológicos. Crearán dispositivos 5G con menor consumo energético, harán la transición completa a coches eléctricos y de hidrógeno, y diseñarán redes de transporte que minimicen el impacto ambiental, inspirados por sagas como La llave del tiempo (Ana Alonso y Javier Pelegrín), o películas como Descubriendo a los Robinson (2007).
Muy ligada a esto está la repoblación rural. El modo de vida propuesto por la sociedad occidental, ligado a la vida en grandes urbes, está cayendo poco a poco. El reto en los siguientes quince años será impulsar las infraestructuras de telecomunicación en las zonas rurales, dando a los jóvenes que quieran trabajar en el campo herramientas más sofisticadas para la agricultura, algunas ya en marcha: sensores IoT (Internet of Things) que controlan la tierra para dar información en tiempo real al agricultor y ayudar en las labores de labranza, automatización de tareas, o vigilancia del terreno mediante drones autónomos. Ellos se inspirarán en series como Tales from the Loop (2020) o en los libros e ilustraciones de Simon Stålenhag. Y no podemos hablar de drones autónomos sin hablar de inteligencia artificial. Alumbrada a mitad del siglo pasado, han tenido que pasar setenta años para que la teoría que la soporta, las redes neuronales artificiales, vaya a la par con las capacidades tecnológicas que requiere su uso.
Sin duda, es el área en expansión más rápida de todas las de esta lista: ha pasado en pocos años de ser algo anecdótico (porque sí, ganar a Kasparov es fácil si puedes calcular todos los movimientos que hay después) a tener un uso real, conduciendo los coches autónomos de Tesla, recomendándonos series en Netflix, o ayudándonos a que Instragram nos ponga anuncios que nos importan de verdad. El siguiente paso en la interacción de las máquinas con el mundo pasará por una interfaz más intuitiva con los humanos: directamente en el cerebro, o en dispositivos biónicos integrados en el cuerpo. Los soñadores se inspirarán en relatos como los Robots de Asimov, o Exhalación de Ted Chiang, o las demostraciones de Neuralink de Elon Musk para hacerse las grandes preguntas éticas, y saber orientar la siguiente generación de máquinas hacia el bien de la humanidad.
El espacio, la última frontera
Estas palabras, dichas por primera vez hace más de cincuenta años, siguen siendo tristemente ciertas. Los altísimos costes derivados de la exploración espacial, unidos a las crisis económicas y sociales que han sacudido el planeta en las últimas décadas, han hecho inviable seguir con la conquista del espacio al ritmo de las décadas de los 50 y 60. Pero no todo está perdido. La creación de cohetes reutilizables ha abaratado los lanzamientos espaciales en casi un 90%, y ha dado una nueva vida en la economía mundial a un sector que se dejaba a científicos e ilusos.
Varias agencias espaciales han hecho planes de volver a la Luna antes del 2030, y llegar a Marte antes del 2040.
Los soñadores que miramos a las estrellas y sentimos este aguijón de la exploración, luchamos para que algún día no sean un punto lejano en el cielo. Que podamos descubrir parajes que solo alcanza la imaginación, nuevos materiales presentes en los meteoritos más extraños, o tal vez desentrañar por fin la unión entre física cuántica y relatividad en la singularidad de un agujero negro. Nosotros leemos Fundación (Asimov), El marciano (Andy Weir), Solaris (Stanisław Lem), vemos 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick) y vídeos en YouTube de los cohetes de SpaceX aterrizando simultáneamente.
Porque no veremos la Puerta de Tannhäuser, pero lo daremos todo para que alguien la vea algún día.