Educación, ¿y ahora qué?: claves para la innovación pedagógica sostenible.

La cultura profesional como base de la innovación pedagógica

El Siglo XX fue el siglo en el que la medicina, como profesión, dio un paso enorme, un vuelco de 180 grados. En nada se parece la forma de ejercer la medicina a principios del Siglo XX a la forma de ejercerla a principios del Siglo XXI. En la serie de “The Knick”, de un hospital de Nueva York del 1900, se puede apreciar la forma en que se concebía la medicina y cómo, vivir o morir, dependía del médico que atendiera, no había protocolos claros ni para lo más básico como la higiene de los quirófanos, se experimentaba con los propios pacientes, y normalmente, se moría algún paciente en cada episodio. En cambio, 100 años después, podemos encontrar una profesión que tiene un gran número de protocolos de actuación, todos fundamentados en evidencia científica de lo que funciona (con guías médicas que contienen tablas de doble entrada sobre nivel de evidencia y grado de recomendación para un sinfín de enfermedades y tratamientos), los médicos trabajan todos de forma colaborativa (incluso es de la cultura popular, pues todas las series de TV sobre médicos giran entorno a un equipo) y hay una mejora continua de su práctica como parte de su labor cotidiana, a través de sesiones clínicas, investigación-acción y otras estrategias que les permiten innovar. De hecho, mucho de cómo avanza la medicina hoy en día, no es a partir de lo que se investiga en los laboratorios, sino a través de lo que pasa en los hospitales, donde las prácticas de revisan, se actualizan y se innovan.

Ante este hecho sin precedentes, la pregunta que surge es: ¿qué hicieron los médicos para conseguir desarrollar de esta manera su profesión en el Siglo XX? Pues, básicamente, desarrollar una cultura profesional basada en la fundamentación médica (a ningún médico se le ocurre hoy en día tomar una decisión que no esté fundamentada en evidencia científica), el trabajo colegiado (todos los médicos llevan esta cultura desde que salen de la universidad y son capaces de aprender unos de otros) y la mejora continua de la práctica (no dejan nunca de aprender, cuestionan de forma rigurosa su práctica y comunican de forma efectiva las evidencias de su práctica).

La pregunta es: ¿no podríamos desarrollar una cultura de similares características en educación? Por las tendencias de los informes, investigaciones y literatura más actual, se puede prever que el Siglo XXI será el siglo de la educación, profesionalmente hablando, así como el siglo pasado fue el de la medicina y, por tanto, la manera en que damos clases y ejercemos nuestra profesión ahora, no se parecerá en nada a como lo haremos a principios del Siglo XXII.

Por tanto, está bien desear implantar una serie de innovaciones y mejoras ya que, seguramente, son todas necesarias. Pero lo importante, de base, es crear unas condiciones suficientes para que dichas innovaciones realmente tengan garantías de permanecer a largo plazo y que la inversión realizada por parte de la entidad educativa pueda tener los frutos deseados.

Por tanto, nos interesa centrarnos en el desarrollo de un modelo sistemático y gradual que favorezca el sostenimiento de las innovaciones que se quieran desarrollar, pasando de la cultura heredada (de aislamiento y falta de rigor) a una cultura profesional fundamentada, que ayude a elevar el liderazgo pedagógico de los equipos directivos y docentes, para crear una verdadera comunidad de profesionales que sean capaces de aprender unos de otros y así, institucionalizar los cambios. Este modelo es esencial para toda entidad educativa que quiera generar una innovación pedagógica sostenible, construyendo para ello una serie de acciones, protocolos y actividades que le permitan profundizar en el desarrollo de las tres claves de la cultura profesional docente que garantizan la calidad en el aula: la fundamentación pedagógica, el trabajo colaborativo y la mejora continua.

Los 3 pilares de la nueva cultura profesional docente a desarrollar

  1. Cultura de Fundamentación Pedagógica

Si cada vez la gente tiene más capacidad para opinar porque su cultura general ha mejorado y porque puede tener acceso a millones de bytes de información, el reto de la educación es demostrarles que tenemos conocimiento científico, es decir, que lo que hacemos, lo hacemos con conocimiento de causa. El prestigio nos lo hemos de ganar nosotros como docentes demostrando al mundo que tenemos un conocimiento técnico sobre cómo producir aprendizaje. Se trata de irnos convirtiendo en profesionales de la enseñanza con capacidad de reflexión y diagnóstico con base en la realidad de su aula, en frente de profesionales que sólo son capaces de ejecutar recetas ya elaboradas. Una reflexión constante de la práctica y mejora continua de lo que hacemos como docentes, permite pasar de la impartición de clases en función de las capacidades comunicativas o empáticas a una impartición de clases más profesional, en función del conocimiento de que disponemos sobre cómo aprendemos las personas, aplicado a la realidad de un aula determinada.

  1. Cultura de trabajo colaborativo

El hábito de reflexionar de manera compartida entre iguales acerca de cómo enseñar, para introducir mejoras con base en la metodología común (de la institución) tiene como beneficio directo la superación de una cultura en la que sólo se comparten contenidos, pero no la forma de enseñarlos.

La cultura de trabajo colaborativo permite mejorar de manera coordinada y compartida los procesos de enseñanza y de aprendizaje. Se mejora la reflexión colectiva sobre la práctica educativa para tomar decisiones fundamentadas en la ciencia y cumplir con el referente interno de cada entidad educativa, es decir, todo aquello que se pueda hacer para cumplir con sus propias finalidades de aprendizaje en relación a su alumnado.

Colaborar significa “laborar con otro”, por tanto, se trata de ir creando condiciones para que los docentes pasen cada vez mayor parte del tiempo trabajando con otros docentes para producir aprendizaje. Para ello se necesitan espacios comunes, tiempos para la interrelación y fundamento para que dichos espacios y tiempos sean aprovechados de la mejor forma posible.

  1. Cultura de mejora continua de la práctica educativa

Precisamente, desde un punto de vista de los sistemas de calidad, una práctica educativa basada en un proceso sistemático de reflexión colegiada y mejora institucional de aquello que se realiza en las aulas permite la integración de la enseñanza y el aprendizaje con los modelos de gestión de la calidad, potenciando y dinamizando los procesos de mejora, desde la realidad de cada centro educativo en particular, con un enfoque del aula a la organización.

Esto significa, en la práctica, que el sistema de gestión de la calidad también incluya la mejora constante de la práctica educativa que se traduzca a largo plazo en una cultura de la calidad educativa integrada en la institución que forme parte de la práctica cotidiana de todos sus miembros, comenzando por los docentes.

La gestión de la calidad en el aula también tiene como beneficio la innovación pedagógica, si entendemos esta como “una serie de decisiones, procesos e intervenciones intencionales y sistemáticas que tratan de modificar actitudes, ideas, culturas, contenidos, modelos y prácticas pedagógicas”.

Sin embargo, de nada sirve contar con docentes innovadores si no hay institucionalización o construcción colectiva, porque “dichas innovaciones, nacen, maduran y mueren con ellos, sin que tengan repercusión en el sistema”.

Esta idea implica trabajar a través del profesorado para la mejora en la calidad del aprendizaje conseguido por los alumnos, pero al mismo tiempo ir mejorando aspectos de la gestión de la calidad del centro, así como del desarrollo profesional y formación docente, inherentes a la mejora de la organización como sistema.

La comunidad profesional de aprendizaje como modelo de formación y desarrollo docente para la innovación

Todo profesional ha desarrollado, consciente o inconscientemente, un porcentaje de su práctica a través de la interacción con otros colegas. A veces, de manera informal participando en algún proyecto, en alguna discusión intentando dar solución a problemas concretos o como parte de un equipo que intenta realizar una mejora o innovación. La mayoría de las profesiones ya no se pueden entender sin estos espacios de trabajo colegiado, altamente supervisado, que les permita sentirse seguros en la aplicación de su práctica, pero también comportarse como estrategas, intentar prácticas nuevas y ser reconocidos por ellas.

Lo interesante en el ámbito educativo sería que dejara de ser algo gobernado por el azar, la coincidencia y el voluntarismo de los propios profesionales, para transformarse en un modelo de formación y desarrollo docente bien estructurado, planificado, trabajado y evaluado.

No basta con desarrollar algún grupo de mejora o equipo de innovación, ya que dichas estructuras mantienen pocas interrelaciones entre ellos. Forma cada uno su espacio de trabajo, pero no están necesariamente alineados con un propósito más grande que los pueda abarcar a todos. Son grupos nacidos a partir de iniciativas personales que no necesariamente persiguen un objetivo institucional.

En cuanto a los equipos de trabajo, tienen un objetivo en común pero que es sólo de ese equipo y por tanto la experiencia y práctica necesaria para el cambio solo la desarrollan unos cuantos que, se supone, luego explicarán y convencerán al resto de realizar la misma experiencia, pero normalmente esto no sucede, puesto que los demás colegas no han tenido la experiencia y, por tanto, no se ha generado en ningún momento la empatía necesaria ni la urgencia por el cambio.

Superar el individualismo que caracteriza nuestra profesión no es tarea fácil, requiere el desarrollo de estructuras adecuadas donde cada docente se sienta implicado, así como una metodología de trabajo que permita formarse en la acción y en la reflexión con otros. También requiere compartir ciertos valores y objetivos comunes, que van más allá de la propia práctica personal.

Cuando se desarrolla una comunidad profesional de aprendizaje, los diferentes equipos de mejora están interrelacionados por un referente común, que es transversal a todos ellos, y que permite que cada uno de estos equipos de mejora contribuya a dicho referente, que no es otro que la consecución de las finalidades del aprendizaje, es decir, mantener y mejorar la coherencia entre aquello que esperamos de los estudiantes cuando acaben su formación y lo que hacemos en todas las aulas para que cada uno/a alcance este perfil competencial.

Una comunidad profesional de aprendizaje consagra cada uno de los equipos que la integran a estudiar nuevas formas de cumplir cada vez mejor con sus finalidades del aprendizaje. Impulsa a los docentes a pensar creativamente sobre su práctica, y a cómo hacer para compartirla con el resto de colegas. Cuando se encuentra una nueva práctica, se prueba y si la evidencia comprueba su utilidad, se extiende al resto de colegas a través de redes de aprendizaje entre iguales. Cada equipo de mejora y los grupos que lo conforman, están pensando constantemente en diferentes aspectos de la práctica educativa, de una manera sistemática, organizada y alineada con un propósito común.

En este sentido, deberán procurarse estructuras que permitan el diálogo tranquilo, donde sea posible que los profesionales puedan presentarse la práctica unos a otros y desarrollen una capacidad reflexiva sobre su actuación, pero ya no en función de lo que se le vaya ocurriendo al colectivo o a ciertos individuos, sino que dicho diálogo se establecerá sobre las pautas de trabajo común que se quieren llevar a la práctica. Es decir, la propia práctica reflexiva se convierte en un espacio de aprendizaje dialógico sobre el acuerdo metodológico establecido previamente y que todos comparten como colegas, por lo que a todos/as les interesa y todos/as tienen algo que compartir.

Para ello, desde el punto de vista de la organización y gestión, deberán procurarse suficientes espacios, tiempos y soporte para que dicho aprendizaje dialógico y en acción pueda ocurrir.

Los equipos directivos deben ser capaces de ejercer un liderazgo transformacional, aquel que invite a los agentes educativos a participar, un liderazgo que permita que se experimente, se revise y se mejore. Hablamos de un liderazgo más participativo y distribuido que debe estar en equilibrio con el liderazgo transaccional (el que hace que las cosas pasen en el día a día).

Asimismo, la comunicación con los diferentes agentes educativos juega un papel primordial, incluyendo aquí a las familias, que pueden ayudar o perjudicar los procesos de innovación si no los entienden. Se hace necesario un buen sistema de comunicación y “venta” del proyecto de innovación para que todos los agentes estén alineados y comprometidos con su implementación.

Como conclusión, el desarrollo de condiciones para que las innovaciones pedagógicas sean sostenibles tiene que ver con crear las condiciones necesarias, comenzando con el “para qué” de la propia innovación en función de las finalidades del aprendizaje que se pretendan conseguir en el alumnado, que permita un cambio en las creencias de los docentes y sus prácticas. Se trata, asimismo, de darle mayor consistencia al proceso formativo analizando las diferentes variables técnico-pedagógicas que lo componen. Pero, además, desde una visión más sistémica, las condiciones también pasan por desarrollar una cultura profesional que apoye la institucionalización de estas innovaciones mediante la fundamentación pedagógica, el trabajo colaborativo y la mejora continuar de la práctica, un liderazgo que acompañe el cambio, una comunicación adecuada con los agentes educativos (incluyendo las familias) y un organización y gestión que promueva la revisión de la práctica, la reflexión rigurosa y el aprendizaje entre iguales.

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